Elsa se había perdido. Miró a su alrededor y las copas de los árboles le parecieron cada vez más altas. Los sonidos del bosque eran atronadores, y se deslizaban entre la maleza, asustándola y haciendo que se mantuviera en movimiento de forma caótica.
Ella no quería hacer la estúpida acampada, pero a su hermano se le había antojado. Maldito momento en el que se le ocurrió regalarle una tienda de campaña. Pensó que el jardín de su casa era sin duda mejor opción que todo esto. Así cuando volvieran a discutir como tantas otras veces, ella hubiera podido entrar en el calor del hogar, y no en este espacio, tan lleno de vida y a la vez tan muerto de sentido.
Gritó en vano el nombre de sus padres, pero no obtuvo respuesta ni del eco. Empezaba a hacer algo de frío y humedad, y la luz se estaba yendo. Sin cobertura, marcaba el teléfono una y otra vez. Imposible hacer incluso una llamada de emergencia.
Cada paso que daba le llevaba a la misma situación. Los árboles le confundían, no era capaz de distinguirlos. La vegetación del suelo era siempre la misma. Los animales… A éstos no los había visto todavía y esperaba no tener que verlos. Sin duda era mejor así. Tenía muchísimo miedo de que le pudieran atacar o que le picase algo venenoso.
Se iba sintiendo muy cansada, las horas pasaban y aquello era enorme. Fue entonces cuando se dio cuenta de que lo empeoraba en cada momento. Que no tenía ni idea de hacia dónde iba y que le atormentaban los últimos momentos en compañía de su familia en los que dijo que ojalá desapareciera.
Cayó de bruces al pie de un tronco enorme, y muerta de miedo ante el ocaso, se acurrucó en unas raíces que la resguardaban del viento. Esa noche pasó mucho frío. A pesar de ser comienzos de octubre, las temperaturas bajaban más de lo esperado, y entre tiritonas y lágrimas las horas fueron pasando hasta que los primeros rayos de sol iluminaron el bosque.
Recorrió los alrededores con la mirada perdida hasta que la vio. Sentada elegantemente delante de ella una hembra de lince. De sus orejas se prolongaban dos puntas negras grácilmente peinadas. Su cara se enmarcaba en líneas perfectamente definidas, que dibujaban con belleza sus facciones. Su porte era único.
En un primer momento un sudor frío la recorrió y temió por lo que quedaba de su vida. Sin embargo, la gata la miró con sus ojos amarillos, clavando una profunda inspiración dentro de ella, y sin darse cuenta comenzó a seguirla. Cada vez que dudaba, observaba atentamente lo que la felina hacía. Ella se movía grácilmente entre la maleza, y realizaba zancadas decididas con paso seguro por los diferentes claros que a plena vista eran imperceptibles.
Las horas fueron pasando, y el suave compás de los omóplatos de aquella lince, se volvió base para la meditación en movimiento. Intentó hacer funcionar su móvil pero se había quedado sin batería.
Sin avisar, se detuvo en el camino, y la humana, desesperada por salir de aquel lugar del que no era natural, intento en vano que volviera a reanudar el paso. Pero eso no pasó. Un trueno rompió el silencio de aquel lugar, y pronto comprendió lo que su compañera le estaba indicando. Sin pensarlo mucho, buscó una pequeña gruta y antes de que se pudieran meter, la lluvia llegó con su sinfonía.
Olieron su rastro y asistieron a su concierto durante toda la noche. Nunca dejó que se acercara demasiado, salvo en aquella noche fría en la que cuando comenzó a tiritar, sintió un pelaje espeso y suave recostarse al lado de su abdomen. Al despertar, su guía no estaba allí, y la preocupación volvió sin remedio.
Se deslizó fuera del refugio y la encontró comiendo bayas de uno de los arbustos cercanos. Instintivamente y al son del rugir de su tripa, se acercó y comió junto a ella. Con el paso del tiempo, se acostumbró a no llevarle la contraria, y en su compañía aprendió a ser paciente, a escuchar su entorno y sin duda, a sobrevivir a aquella pesadilla.
Antes de que pudiera darse cuenta la vegetación desapareció bajo sus pies, dando paso a una grava negra. La carretera se dibujaba claramente atravesando el entorno. La emoción embargó a Elsa. Se puso eufórica y gritó como si acabaran de liberarla de una jaula. A lo lejos se divisaba un pueblo, y caminando no tardaría más de dos horas en llegar.
El ruido de un coche la sacó de sus cábalas. Se acercaba y parecía haberla visto. Fue a girarse para ver a su compañera, cuando se percató de que estaba sola. La buscó, y mientras el ruido del motor iba acercándose juraría que volvió a ver aquellos ojos amarillos entre la maleza.